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El erotismo sagrado de Balthus

Un hombre contempla el cuadro de Balthus 'Los buenos días'. / O. BERG. EFE

ESTO de los centenarios nos permiten abordar a grandes figuras de la cultura y trasladarlas al gran público. Es el caso del conde Baltasar Klosowski de Rola (1908-2001) verdadero nombre del soberbio pintor Balthus, uno de los genios del pincel contemporáneo, un individuo que defendió la autonomía de la mirada artística más allá de cualquier interferencia.
Vida de cuento y producción de dulce pesadilla, o a la inversa. En este caso da igual. Balthus fue hijo de Erich Klosswski, un aristócrata historiador de arte que cuando deseaba investigar una pieza del Gran Arte la adquiría para sus fondos privados. La madre de Balthus, Baladine, fue amante del poeta Rainer María Rilke, y en sus memorias, el pequeño Baltasar cuenta como el maestro escribía sus 'Elegías' mientras él se afanaba en aprender a servirle correctamente el té. A ese mundo extravagante y clausurado se une Pierre Klossowski, gran filósofo y novelista, hermano del pintor, tan apasionado como frío, que influirá sobremanera en la obra balthusiana.
Como en un relato de Gombrowich, de buenas a primeras, sin quererlo, pero sin poder remediarlo, toda la familia se instala en el París de las vanguardias. Sin exilios exteriores ni interiores, van a pasar tres semanas y permanecen tres décadas. Ahí empieza la aventura plástica de Balthus. En casa escucha a su hermano Pierre reinterpretar la enseñanzas eróticas del marqués de Sade, a esto se une que Jean Cocteau les visita día sí y día también, y se inspira en los Klossowski para sacar adelante las atmósferas pútridas de 'Los chicos Terribles'; Cocteau aseguró que la habitación de los hermanos que describe en su novela es una copia del demencial revoltijo que reinaba en la recámara de estos góticos polacos.
Cuenta Balthus en sus 'Memorias' que su primera eyaculación se la provocaron unas jovencísimas panaderas que llevaban, al amanecer, unos bollitos calientes a su domicilio. El despertar de la sexualidad provoca en el pintor un gélido desvarío. Mientras descubre el sexo conoce a Artaud, a Bonnard, a Derain, a Denis, Giacometti, Camus, Malraux y Picasso. Balthus pinta en silencio y todos lo aplauden, también en silencio, incluso Pablo. Pero es demasiado bueno para hacerlo conocer al gran público, no es ortodoxo, no sigue las directrices de ningún movimiento, no es gregario ni antipático, solo es ligeramente incómodo y elegantísimo, un soberbio diletante que bebe de Giotto, de Piero della Francesca, de Corot, de Ingres, de los más grandes. Sin embargo sus adolescentes no sólo posan inocentemente suspendidas en interiores naturalistas, bien vestidas, bien desnudas sino que guiñan el ojo al mejor surrealismo, al estilizado universo de los vicios, es decir, a esa actitud que nos ha legado el Lejano Oriente, sin la culpa cristiana de por medio: la posibilidad de asumir que el ser humano posee un exquisito don para ahondar en su soterrada e inquietante libido. Qué enorme estupidez, qué decadencia, condenar a Balthus al voyeurismo, a la pederastia formal. René Char e Ives Bonnefoy consiguieron revitalizar su obra, a mediados de los cuarenta, pero no lo consiguieron del todo. Poco después, ciertas figuras de la cultura europea, nada más y nada menos que Fellini y Albert Camus, empezaron a reivindicarlo. La retrospectiva de la Tate Gallery (1968) y la antológica del Centro de Arte George Pompidou (1983) situaron la obra de Balthus, algo tardíamente, en su sitio: la crítica reaccionó, se autoliquidó, asumió que se había equivocado, pero ya era tarde, señora. Las subastas aprovecharon el tirón. Hoy un Balthus se cotiza como un Renoir, y cada vez que uno vuelve a Balthus, se queda pasmado. Es uno de los grandes, a pesar de que otros grandes, por envidia y mezquindad, miraron para otro lado.
Fuente: sur.es

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