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¿Pero quién robó la «Gioconda»?



Un siglo después de ser sustraida del Louvre, aún se especula sobre aquel memorable hurto

No era nadie. Un inmigrante más. Un «macaroni». Otro de esos italianos de los que abundaban por entonces en las calles de París y que deambulaban por sus avenidas y manzanas persiguiendo un golpe de suerte, una oportunidad que le sacara de su condición de marginalidad en la que se encontraba.



20 Agosto 11 - - J. Ors
Provenía de un pueblo sin nombre, de la Villa de Dumenza, al norte de su país, un pueblo cercano al lago Como, hoy tan célebre, y deambulaba de un oficio a otro, como describe Charles Nicholl, el biógrafo más imporante de Leonardo da Vinci. Perseguía la recompensa de un sueldo honesto, una suma de dinero que le diera estabilidad a la inestable balanza de su existencia, sin prever que su destino sería otro, que sus apellidos quedarían para siempre vinculados a una de las pinturas más conocidas de la historia.

Su estampa de treinteañero y su bigote grueso, filosóficamente nietzscheniano, sobre unos labios finos, como delata la ficha policial, no revelaban ese expediente delictivo de ladrón de poca monta, de pícaro maltratado por los embites de la vida, que arrastraba. Se había asentado en 1908 en la capital francesa y durante una época trabajó como cualquier otro empleado de los que contrataba el Louvre. Para unos, era un obrero, para otros, sólo un carpintero.

Esfumato y misterio
Un día, un lunes, entró en el Salón Carré del museo parisino y se detuvo delante de uno de los retratos más fascinantes para el público. Delante de él, en la pared, al alcance de la mano, contempló, seguramenta en silencio, las huellas del maestro florentino. La destreza de su pincel estaban ahí, en el color, la composición, el esfumato, en la sensibilidad y ese velo de misterio que casi siempre envuelve sus obras. ¿Qué pensó en ese momento? No se sabe. Sólo que, en un instante, lo descolgó, lo sacó de la estancia, arrancó después la pintura del marco en una habitación apartada y salió de la pinacoteca con la obra oculta debajo de una bata blanca para evitar llamar la atención. Era el 21 de agosto de 1911.

Hoy se cumplen cien años de aquella sustración. Vicenzo Perugia, que ese era su nombre, pudo haberse convertido en un héroe nacional. El patriota que devolvía a Italia una de las pinturas que su nación había reivindicado a Francia con insistencia. Pero sus pobres declaraciones durante la celebración del juicio revelaron que únicamente era un ladrón. Incluso, más tarde, le quitaron méritos al afirmar que ni siquiera era el autor intelectual del robo.

Louis Béroud, un copista autorizado por el Louvre, fue la primera persona en percartarse de la ausencia. Acudía para rematar alguna de sus copias, cuando percibió el hueco modesto, pero evidentemente notorio, que quedaba en la pared. Alertó a los vigilantes. Durante unas horas reinó la confusión. Uno creían que estaba en el taller de restauración. Otros, en el taller de fotografías. Lo cierto es que durante los dos siguientes años estuvo escondido en un piso de la Rue d l’Hospital Saint Louis, al fondo de un armario. «La policía emprendió inmediatamente la búsqueda, pero, a pesar del historial delictivo de Perugia y de la gran cantidad de huellas que había dejado en el marco, su nombre nunca fue mencionado en relación con el caso», cuenta Nicholl en su monografía sobre el pintor. Las sospechas iban en todas direcciones. Los interrogatorios se sucedieron. Entre los hombres que fue a buscar la policía, dos tan disparatados como Picasso y Apollinaire, lo que da una idea de la perspicacia que guiaba a los investigadores en este caso. La sustración fue el gran robo del siglo XX y convertiría a «La Gioconda», que ya era una leyenda, en un mito.

Un acto nacional
Sin embargo, el silencio de su desaparición se prolongaría dos años y cuando se recuperó, su fama aumentaría sin cesar hasta convertirse en un icono que los artistas homenajearían sin parar. La obra reapareció en noviembre de 1913, cuando Perugia, probablemente, decidió disimular su delito tras la excusa de haber cometido un acto de justicia nacional. A cambio de 500.000 libras, entregaría la «Mona Lisa» a Italia. El mediador sería un anticuario de Florencia, Alfredo Geri, quien desconfió de esta tentadora oferta y pidió asesoramiento a Giovanni Poggi, director de la Galería Uffizi, el hombre que le acompañó en esta transacción.

El encuentro entre los tres se produjo en una habitación de un albergue, el Tripoli-Italia. Después de extraer diferentes prendas, como calcetines y ropa de cáracter íntimo de Perugia, emergió la pintura ante el asombro de los presuntos compradores. Charles Nicholl reproduce las palabras que dejó Geri de ese preciso instante: «Tras sacar esos objetos tan poco estimulantes, levantó el doble fondo del baúl, y allí estaba el cuadro. Nos embargaba una intensa emoción. Vicenzo nos miraba fijamente y sonreía con suficiencia como si él hubiera pintado la obra».

El arresto fue inmediato, por la tade, y también la desilusión. Aquel gesto, impregnado de romanticismo, no resultó un acto nacionalista, sino el fruto de un crimen casual. Perugia escogió esta obra, y no otra, por una cuestión de tamaño, porque sus dimensiones resultaban reducidas y, por tanto, más adecuadas para extraerlo del museo sin que nadie reparara en lo que escondía.

O eso se pensó en un principio. Las habladurías comenzaron algo más tarde. ¿Cuál era el verdadero propósito de Perugia? Sobre los renglones de esta historia, asomó, más adelante, al cabo de los años, un protagonista imprevisto y que, hasta ahora, había pasado desapercibido: Eduardo de Valfierno, un argentino que, según afirman algunos, pudo haber convencido a Perugia para que cometiera ese acto delictivo. ¿El propósito? La estafa. La posibilidad de reproducir la extraordinaria pincelada de Leonardo en una serie de copias que después se venderían a determinados coleccionistas privados. Una trama que saltó a la actualidad más tarde, a través del relato que el propio Valfierno proporcionaría a un periodista, y a la que se adjuntaría una lista de posibles candidatos que habían sido engañados, algo que pondría en tela de juicio, o que cuestionaría, la ética que mueve a muchos coleccionistas de arte. Esta posible colaboración, aun sin confirmar, entre un ladronzuelo sin más pasado que su desventura y su amistad con una persona de solvente preparación, dio pie a una ola de rumores que cuestionarían la autenticidad, la originalidad del cuadro que, hoy en día, se exhibe, custodiado por varios guardias de seguridad y detrás de un cristal que le separa de los espectadores, en el corazón de París. Era inevitable, como siempre ocurre con Leonardo, que hasta las teorías más descabelladas tengan sus seguidores.

La Razón

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