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Cinemascope de hielo




Un viaje en barco a la Antártida, inhóspita y bella, el gran territorio de los pingüinos


Hay viajes y viajes. Y luego está la Antártida: el confín de los confines, la última terra ignota de los mapas. El viaje soñado e inalcanzable para tantos viajeros.
Es entendible entonces la excitación de los 190 pasajeros que nos agolpamos en este atardecer incandescente en la cubierta superior del Fram, buque de casco reforzado construido para navegar entre hielos por la compañía noruega Hurtigruten, mientas dejamos atrás Ushuaia (Argentina), la ciudad más austral del mundo, y enfilamos el canal de Beagle en busca del paso de Drake.

Lo más. Todo en un viaje a la Antártida es “lo más”. El paso de Drake (dos días de navegación por el cabo de Hornos y por el océano Antártico) es de los más peligrosos del mundo. El continente helado es la tierra más inhóspita del mundo, el interior de la Antártida es el desierto más seco del mundo (sí, nunca llueve, por raro que parezca). Catorce millones de kilómetros cuadrados de superficie, más que toda Europa, que solo albergan hielo y roca. No hay huella humana más allá de unas bases científicas. Y no hay un solo árbol.
Los griegos clásicos ya intuyeron hace 2.500 años que si el planeta era redondo, en el hemisferio sur debería haber igual cantidad de continentes para compensar la esfera. A ese gran continente austral le llamaron “el lugar donde no se ve la osa mayor”: an arthos, la Antártida.

Primer desembarco

La primera tierra que vemos tras cruzar el temido (y esta vez amable) paso de Drake son las islas Shetland del Sur. La tripulación arría las zodiac del Fram para nuestro primer desembarco, ¡el momento soñado! Y lo hacemos precisamente en la isla de Livingstone, la primera costa de la Antártida que fue avistada, en 1819, desde el barco de un tal William Smith, que cubría la línea regular entre Montevideo y Valparaíso y que por culpa de una tormenta se topó casualmente con ese continente helado. Cuando Smith llegó a las Shetland vivía aquí un millón de focas y leones marinos. En solo tres veranos, los cazadores los exterminaron.
La base-museo de Port Lockroy, en la isla Wiencke, en la Antártida. / MARÍA RUS
Unas horas más tarde, el Fram alcanza la costa continental y se dispone a navegar durante diez días en paralelo a ella, fondeando frente a lugares emblemáticos a los que descendemos en las zodiac y por rigurosos turnos: las normas de sostenibilidad del turismo en la Antártida exigen que nunca haya más de 100 personas a la vez en un mismo punto de costa. Lugares como el estrecho de Bransfield, que separa las islas Shetland del Sur del continente antártico, donde los icebergs vagan como silenciosas naves de hielo hasta disolverse. Como Paradise Harbour, donde nos sorprende un atardecer mágico que arranca destellos de oro de las lenguas de los glaciares. O la famosa isla Decepción, donde bajamos para visitar la base científica española Gabriel de Castilla. La isla Decepción es uno de los pocos trozos de tierra libres de hielo: es un volcán activo, por lo que la capa terrestre está más caliente.
En cambio, en el canal de Lemaire, que separa el continente de la isla Booth, los icebergs y el hielo marino bloquean el paso de forma tan homogénea que hasta un buque polar como el Fram quedaría atrapado, por lo que tenemos que dar la vuelta. Mires a donde mires, solo ves cimas nevadas, glaciares y llanuras heladas nunca pisadas por el ser humano. Una fotografía en colores del cuaternario. Un envoltorio salvaje que te hace sentir vulnerable y pequeño, pero libre.
En un crucero-expedición de este tipo, las horas de travesía se amenizan con conferencias a cargo de biólogos y geólogos. El barco lleva además todas las cubiertas acristaladas, así que cuando te sientas a cenar (nunca se hace de noche totalmente) o te acomodas en uno de los sillones de la cubierta 7, te quedas boquiabierto ante el cinemascope que se abre ante ti de glaciares, icebergs, picos nevados y aguas gélidas en las que saltan ballenas, pingüinos, orcas y focas.
Pero, sin duda, lo que más llama la atención son los pingüinos. Estos diminutos y graciosos seres son aves acuáticas que no vuelan, lo dicen todas las enciclopedias, pero cuando los ves evolucionar en directo por primera vez en su hábitat natural te da la sensación de que tienen algo de humano. Los pingüinos pasan la vida en el mar, pescando. Pero para el apareamiento, puesta de los huevos y cría de sus bebés se establecen en tierra firme durante los meses del verano austral (diciembre, enero y febrero). Es la parte de su ciclo vital en la que se encuentran las colonias de pingüinos barbijo, adelia y corona blanca en la época en la que barcos como el Fram pueden acercarse a la costa antártica.
Salida en lancha desde el barco turístico 'Fram'. / M. R.

Camino otra vez del paso de Drake para iniciar la singladura de regreso, paramos en la base-museo de Port Lockroy, en la isla Wiencke, una antigua estación militar y científica británica construida en 1942 que, tras ser abandonada, se restauró tal cual era. Impresiona ver y tocar los instrumentos y equipos que llevaban aquellos exploradores, estar en sus dormitorios y su despensa. A nosotros nos espera una buena cena, un jacuzzi de agua caliente y un camarote con baño privado en el barco, pero ellos pasaban inviernos enteros aislados aquí.
Es entonces cuando tomas verdadera dimensión de la epopeya que supuso la exploración de la Antártida. Y cuando terminas por caer rendido ante la enigmática belleza de esta terra incognita.
 El País



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